Educación en casa
Cuando era niño, soñaba con no salir nunca de casa. Tener un tutor particular que viniera todos los días, de americana con parches en los codos, y ojalá un corbatín, y me diese la lección. Que a medio día acabáramos el orden del día y de ahí una tarde libre para juegos, televisión y mimos varios. Era el sueño de un niño único en una casa de mujeres solas. Ahora, en perspectiva, leyendo mi relato, atisbo a esas compañeras permanentes de viaje que está hoy conmigo: la ansiedad y su hermana la evitación.
No quiero con esto decir que la práctica de la educación en casa obedezca a este tipo de neurosis ni mucho menos. Me parece una estrategia innovadora, frente a la que tengo muchas preguntas y muchas apreciaciones.
Remontémonos al vídeo visto en clase. Una madre con sus dos hijos. Una casa maravillosa, que hasta me da envidia. En Simancas, para más detalles. Una mujer muy bien posicionada nos dice que está de acuerdo con la educación obligatoria, pero no con la escolarización obligatoria. Y ahí pasa a mostrarnos a sus hijos, dos pequeños que parecen el sueño del hombre renacentista: cosen, cocinan, tocan el piano, cantan, saben de historia, literatura, filosofía, controlan las matemáticas, la física, la química... Todo un mundo de saberes. Y lo mejor, educados por su propia madre.
Si empezamos por lo positivo, encuentro seductor, para un espíritu rebelde como el mío, el que una persona le ponga frente al creciente imperialismo escolar y se aboque a la educación de sus propios hijos. Es como decir que la casa importa, que eso que llamamos hogar importa y que los pequeños núcleos comunitarios como la familia importan. Que en casa se puede educar y que se puede hacer bien.
Tiendo mucho al romanticismo. Y me imagino esas antiguas estancias burguesas, de institutrices seguidas por niños educandos. Claro, hay mucha problemática en esta imagen vista desde hoy. Yo no quiero obviar la problemática que hay detrás de todo ello, pero tampoco decir que todo tiempo pasado fue peor. Todo tiempo pasado fue anterior y ya está. Y muchas cosas buenas se han conseguido y muchas cosas malas hay ahora, también.
Pero me estoy yendo por la tangente. A lo que vamos: ya he dicho que me parece interesante que mi propia madre me eduque. A lo mejor habría querido yo un grado de atención semejante por la persona a la que biológicamente estamos destinados a querer más. A lo mejor eso produce en los seres un autoestima elevado, clave para la autonomía y el bienestar. A lo mejor me hubiera gustado un mundo educativo tan personalizado y tan lleno de afecto, donde podía yo mismo, ya con ciertas herramientas, ir a buscar lo que iba a aprender. Pero de todos modos, no sabemos el alcance de esa educación: ¿podría haber ido a la universidad de ese modo?, ¿habría logrado completar con éxito un examen como el de la selectividad?, ¿qué consecuencias tiene ello para mi socialización?
Y es que veo en este último punto el problema crucial: al final, en una sociedad globalizada y diversificada, la escuela se convierte en un campo de encuentro con lo diferente. Un espacio de convivencia con el otro que no voy a encontrar en casa, en la familia, por más que me eduquen en valores como el respeto, la aceptación y la tolerancia. Porque al final, como decía Hume, la ética no es un asunto racional, sino sentimental. El racista no deja de serlo a partir de argumentos. Deja de serlo cuando se encuentra con una persona de una etnia diferente a la suya y se encuentra con que es un ser humano y llega a amarle. Y esos espacios de sociabilidad son, entonces, necesarios.
Por otra parte, ¿hasta qué punto no terminamos creando gente muy poco tolerante al fracaso? El fracaso es parte de la vida. Y a veces la escuela nos puede enseñar que eso sucede. Que no todo puede funcionar en torno a mí y a mis necesidades, sino que a veces hay que ponerse de segundas.
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