La cinta blanca (2009)


Si hablamos de películas dolorosas y un tanto negras, podemos hablar de La cinta blanca. Se trata de una película dirigida por el alemán Michael Haneke, estrenada en 2009, y que habría tardado diez años en completar. En su tiempo ganó diversos premios, como la Palma de Oro en el Festival de Cannes. 

Una de sus curiosidades es que está grabada íntegramente en blanco y negro. Con ello a lo mejor recordamos esa sombra, esa obscuridad humana, en la que Haneke siempre recaba. Podemos decir que en cierta medida asistimos a una terapia psicoanalítica. Ya veremos por qué. 

Nos topamos con la voz del narrador, un sastre que nos relata un capítulo remoto en su vida. Se trata de un año entre 1913 y 1914, en el que se dedicó a ser profesor en una pequeña villa del norte de Alemania. Es una villa ficticia llamada Eichwald. En ella él habría de conocer a su esposa, Eva. 

Es una villa aparentemente apacible. Pero no es así. Está dominada por tres personajes: el barón, dueño de las tierras, el médico y el pastor protestante. Quiero recabar en este último para hablar de la educación. 

Se trata de un hombre muy puritano, viudo. Podemos encausarlo en la tradición calvinista que se dio dentro del protestantismo, que devendría, en una de sus partes, en un rigorismo moral y en un puritanismo extremos. De este modo cría a sus hijos. Los forma en una moral de virtudes rigurosas, en la que cualquier falta minúscula supone un castigo rotundo y severo, muchas veces físico. 

Al principio de la película nos lo encontramos poniendo a sus hijos una cinta blanca. Han cometido una transgresión a una de sus normas: no han regresado a casa después de la escuela, sino que llegan tarde. Y la cinta blanca, dice el pastor, ha de recordarles esa inocencia que les ha sido arrebatada por su impureza. Los ha marcado de este modo. Y reciben, por supuesto, un castigo humillante. Cualquier transgresión, por mínima que sea, recibe sus azotes. En una ocasión, uno de sus hijos, después de un intenso interrogatorio, confiesa haberse masturbado. El castigo es inminente: el padre le ata las manos a la cama en las noches para que no se toque nunca más. 

El pastor, por su parte, imparte catequesis a los jóvenes del pueblo. A sus hijos les humilla delante de los demás jóvenes por sus pequeñas transgresiones. Se convierte en una suerte de Leviatán inmenso encargado de vigilar cualquier mínimo error para humillarles con dureza. Enseña una serie de virtudes inclaudicables, eternas, que han de ser cumplidas a rajatabla y absolutamente. 

Eso sí, no es el pastor el único personaje oscuro de la película. Lo es también el médico, que mantiene amoríos en secreto con su comadrona. La humilla constantemente, al punto de decir que ya no quiere mantener más relaciones con ella al estar vieja y ajada y oler mal. Del mismo modo, mantiene relaciones incestuosas con su propia hija adolescente. 

De repente, empiezan a ocurrir una serie de eventos trágicos en el pueblo. Una cuerda se ata a dos árboles en un camino por el que ha de pasar el médico. El caballo en el que iba cae y se hiere gravemente. Del mismo modo, muere la esposa de un campesino, al caérsele encima un suelo podrido. Su viudo se suicida ahorcándose de la pena y el huérfano destruye la cosecha del pueblo de ira, acusando al barón de ser culpable de la muerte de su madre. El barón, eso sí, lo disculpa por lo sucedido.  El hijo pequeño del barón desaparece repentinamente y es encontrado en un aserradero, colgado boca abajo y con los glúteos ensangrentados, fruto de una dura golpiza. Más adelante, un granero es prendido en llamas. Y luego, el pastor encuentra a su canario empalado con unas tijeras puestas en forma de cruz (como vemos en la imagen). Luego, la hija del administrador del señorío sueña con que su hermano, un niño con discapacidad, va a sufrir una tragedia. Y así se cumple. El niño desaparece y es encontrado brutalmente agredido, dejado casi ciego, con una nota citando Éxodo 20, 5, en donde se condena la adoración de ídolos y la maldad de los padres sobre sus hijos. 

Todas estas tragedias transcurren mientras el profesor se enamora de Eva, antigua comadrona del barón del pueblo. Y se nos relata paralelamente ese amor. El profesor resulta como quien ve toda la situación con objetividad y se encuentra con que tiene sospechas muy bien fundadas para intuir que son los jóvenes del pueblo quienes han sido autores de todas estas tragedias, en especial los hijos del pastor. Él va y lo reclama al mismo pastor, que reacciona desafiante y lo amenaza con acusarlo ante las autoridades. 

El argumento termina con el anuncio de la guerra. El profesor, que ha pedido la mano en matrimonio de Eva, es llamado a filas. Va a la guerra y al volver, utiliza la herencia de su difunto suegro para irse de ese pueblo demoniaco y montar una sastrería con su nueva esposa. Eso sí, se pregunta si esa educación tan tenaz no habría sido la responsable de que años más tarde ascendiera Hitler al poder con un modelo totalitario tan despiadado, al modo de un padre despótico. 

Es en este sentido que hablo de una terapia psicoanalítica que se produce a lo largo de la película: hablamos de los traumas de los niños. El trauma de un padre tan absolutamente represivo, tan absolutamente terrible, que crea en los niños una presunta maldad que se sublima en actos igualmente terribles. Un círculo de violencia que habría de ser la que sustentaría, según el profesor, un régimen violento. Es, a su modo, un psicoanálisis colectivo del pueblo alemán, asolado por el rigorismo calvinista y por la humillación de la guerra, buscando un padre autoritario que le recuerde esa infancia temida. Una neurosis colectiva. 

En este caso nos encontramos con un modelo educativo tradicional. Ni siquiera me atrevo a decir tradicional, porque no quiero llegar a pensar que el noble Platón o los ideales ilustrados puedan estar detrás de semejante educación impartida por el pastor. Se trata de un hombre que parte de absolutos. Absolutos ante los cuales sus hijos deben estar sujetos. La educación se trata, pues, de crear en sus hijos el miedo y la sumisión necesaria para convenir en ese absoluto. Un absoluto de pureza, virtud y otros valores, lejanos, casi imposibles. Los niños no tienen agencia ni nada por el estilo, solo son objetos de brutales castigos si no cumplen con las normas fijadas. 

Menos mal y gracias a Dios, que estos modelos educativos han fracasado y hoy sabemos que el educando es un agente pleno. Y que la educación se fija en construir la plenitud de la persona. Parafraseando a Jesús de Nazaret, la ley se hizo para el hombre, y no el hombre para la ley. 


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