La posibilidad de un libro blanco

La educación es un asunto político. Y lo es desde que en tiempos de la Ilustración se quiso ilustrar (como su nombre lo indica) a las amplias masas incivilizadas e iletradas para llevarles la buena nueva de las luces. Desde entonces, podemos decir, encontramos la antesala de lo que hoy llamamos política pública. Me refiero a ese tiempo en el que el Estado empieza a centralizar todo el poder legislador y empieza a aparecer en escena para contrarrestar esos otros poderes que se administraban en torno a un derecho plural y tradicional. En ese panorama, la educación empieza a ser una preocupación de Estado, que debía expandirse por el reino, buscando esa civilización de las costumbres. 


Fueron, claro, los tiempos de Luis XIV, de Carlos III, de Jovellanos, cuando se fundaron Academias del buen gusto, por la que el pueblo abandonara la vulgaridad y empezara a ver lo bello de la estética neoclásica. Tiempos en los que leer a Rousseau, a Voltaire, a Diderot y, sobre todo, a D'Alembert, era signo de cultura frente a la ignorante y supersticiosa incultura. Fueron tiempos en los que algunos creyeron que podían crear el mundo desde ceros.

Ahora, por supuesto, hablamos de un escenario diferente. El absolutismo cultural de los monarcas ha cambiado por una democracia con tres poderes centralizados. Y el enciclopedismo ha pasado a dirigirse a una educación para todos, donde impartir una serie de contenidos. Eso sí, la educación, mal que bien, sigue supeditada a un asunto político. 

En toda agenda política del siglo XXI encontramos una mención a la educación. España es un referente en este asunto. Viejas batallas se libran en el campo de las políticas educativas: religión sí o no, educación concertada sí o no, filosofía sí o no... Batallas que distan mucho de las verdaderas necesidades del docente, del estudiante y de las familias, pero que la política se ha encargado de poner en el centro.

Y como esto es así tenemos un vaivén legislativo en torno a la educación. Parece que cada cambio de color en el gobierno supone un cambio en la ley de educación. Un cambio que abre heridas y que crea crispación. Parece que entre más provoque, mejor. Pero antes de que me provoque, paso al asunto: un libro blanco de la profesión docente. 

José Antonio Marina ha dado este regalo. ¿De qué se trata un libro blanco? Precisamente de que se pueda hacer una reflexión objetiva sobre la educación que no contemple asuntos partidistas. ¡Cómo le hace de falta a la educación española algo semejante! 

Me viene a la cabeza la situación de Bilbao. Bilbao, dicen, era una ciudad sucia, fea, teñida por el polvo y lo gris. Una ciudad que había sido pasada por el miedo y la sangre de una guerra absurda. Una ciudad contaminada no solo por la polución de sus industrias, sino por la falta de sentido que a muchos empujó a la heroína. Una ría sucia, llena de químicos dañinos. Ahora Bilbao es una ciudad luminosa, que da gusto pasear, brillante, llena de cultura. Una ciudad que reconcilió su guerra y que reconcilió su belleza con el presente. ¿Y cómo lo hizo? Con pactos transversales, con continuidad, con reflexiones sosegadas y con atención a los que sí saben. 

Ojalá la educación corriera la suerte de Bilbao. Ojalá hubiera un pacto suprapartidista que escuchase a los filósofos como José Antonio Marina y entendiera que el asunto de la educación es mucho más que incluir una clase opcional de religión o no incluirla, como si siguiésemos en la dialéctica previa a la guerra civil. 

Pero es que parece que en un tiempo de convulsiones y liquidez, la tendencia a la objetividad es un signo de maldad. Se habla de su imposibilidad (que puede que sea cierto que buscar la objetividad es un imposible humano), de que los ecuánimes son al final tibios que no se posicionan ante la injusticia, sino que le dan el mismo valor a lo justo que a lo injusto. Claro que de eso no se trata la ecuanimidad ni la bien intencionada tendencia a la objetividad. Se trata de verdad, de descubrir los cimientos reales sobre los que toda educación debe sostenerse y sus fines reales y concretos. Saber qué es la educación en verdad y, a partir de ahí, proyectar una política duradera, que sea tan fuerte que sea capaz de estar por encima de cualquier opinión. Y para eso, están los que saben. Y no los que la utilizan como artefacto ideológico, sean del color que sean. Gracias, José Antonio, por un libro blanco. 

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